Educar para el desarrollo humano

Desarrollo significa crecimiento, avance, prosperidad, y la educación debe brindar esas herramientas a los seres humanos para su formación académica y personal, siendo ésta última la que marcará la diferencia en la sociedad.
¿Y es qué cómo educar sin tener la visión humanista del proceso? Los involucrados en el sistema de enseñanza y aprendizaje son seres de carne y huesos, con alma y espíritu, cuya acción debe estar marcada por la búsqueda del bienestar colectivo y a situar tanto al hombre como a la mujer en el primer lugar de su escala de prioridades.
Para que una educación promueva el desarrollo –tanto individual, como del conglomerado social- debe estar fundamentada en inculcar valores, en propiciar la reflexión, el pensamiento y la creatividad, pues los seres humanos tenemos la enorme capacidad de generar propuestas novedosas partiendo de una realidad.
La educación que propicia el desarrollo no es castradora, al contrario, es liberadora, tal como lo planteaba Paulo Freire, garantizando la relación dialógica entre educando y educador, pensamiento-acción y enseñanza-aprendizaje.
El conocimiento no puede inyectarse en las mentes de las personas, está en ellas mismas, en sus cabezas, en sus corazones, en cada poro de su cuerpo y en cada uno de los sentidos. Al interactuar con su entorno, con sus semejantes, con la naturaleza, están aprendiendo, recibiendo información, en forma de olores, sabores, colores y sensaciones. Los docentes debemos enseñar la manera de procesar esos mensajes, decodificarlos y asignarles un significado. Ayudarlos a entender por qué ocurre ese fenómeno que observa, que disfruta, o que siente, explicarles por qué llueve, y por qué esa lluvia favorece los sembradíos y la producción de alimentos.
Es por eso que los docentes tenemos el deber de mirar cada amanecer con ojos de niño, ampliando nuestra capacidad de asombro y maravillándonos de la creación humana guiada por Dios; estimular la producción intelectual, la capacidad creadora y las ganas de soñar. Enseñar a ser hombres y mujeres integrales, éticos y ricos espiritualmente; pues en la medida que crezcamos como personas podremos contribuir al desarrollo de una nación.
Ya lo afirmaba Fidel Castro Ruz en una oportunidad, y su pensamiento sigue vigente: “Para nosotros es decisiva la educación, y no sólo la instrucción general, inculcar conocimientos cada vez más profundos y más amplios a nuestro pueblo, sino la creación y la formación de valores en la conciencia de los niños y de los jóvenes desde las edades más tempranas (…)”.
Las anteriores no son sólo palabras, los hechos hablan por sí mismos, quizás en el mundo no exista pueblo más digno que el cubano y merecedor de reconocimientos, pues ante un bloqueo infame por parte de Estados Unidos, lejos de doblegarse ante la bota imperialista, han sabido salir adelante con el orgullo íntegro. Un orgullo lleno de ritmos caribeños, de mulatas hermosas y hombres trabajadores, poseedores de un corazón más grande que la isla en la que viven, y con un sentido de pertenencia, solidaridad y ética, único, pues desde los primeros años han sabido sembrar en los infantes la semilla patriota, misma que hoy, en Venezuela -y siguiendo el ejemplo de esos sabios hermanos- la revolución bolivariana que lidera el presidente Hugo Rafael Chávez Frías, está inculcando en nuestros niños, y que nosotros, hombres y mujeres de más de 30 años de edad, hemos logrado aflorar luego de haber estado dormida en nuestros espíritus, ahogada en Coca-Cola y maltratada por un par de gomas Nike.
Desde esta trinchera, como docentes y comunicadores que somos, conscientes del importante papel que cumplimos dentro de la sociedad, debemos luchar hasta la muerte por el desarrollo de una Venezuela libre de imposiciones extranjeras, donde podamos decir con orgullo: ¡Soy indígena!, ¡Soy afrodescendiente!, ¡Soy mestizo!... Vestirnos de amarillo, azul y rojo y mostrar en nuestros rostros las ocho estrellas del pabellón nacional.
Bañarnos en las aguas del Lago de Maracaibo, ya no contaminado, sino convertido en un depósito de aguas cristalinas; visitar la Sierra de Perijá y gritar con efusividad: ¡Soy zuliano!; amar el sabor de la arepa pelada, del queso de cabra, del chivo asado, de la natilla, del jugo de papelón, de los plátanos fritos y del bollo pelón. Mirar el atardecer en La Sierra de Coro, y disfrutar el canto de las cotas al emprender el vuelo, emocionándonos hasta las lágrimas.
Cuando los educadores venezolanos enseñemos a nuestros estudiantes a gozar del enorme placer de haber nacido en esta tierra de gracia y de llevar en nuestras venas sangre del cacique Mara, de la India Judibana o del negro José Leonardo, podremos descansar con satisfacción por haber ayudado a hacer patria y a sembrar en los corazones de esos niños y jóvenes el amor por lo nuestro, por lo autóctono. Así y sólo así promoveremos el desarrollo de nuestro país, enseñando a amar lo que somos y de donde venimos.

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