CAMILO Y LOS VUELALIBROS

 

Ana Cristina Chávez Arrieta

                                                                               Mayo, 2020.

 

   Camilo es un joven muy apuesto, siempre bien vestido con traje y corbata, como lo dicta la moda de la época. No podía faltarle su sombrero de paja, adornado con una  fina cinta y un pequeño lazo. 


  Él es delgado y serio, pero cuando conversa contigo largo rato, te das cuenta de lo divertido y alegre que resulta. Yo decidí no dejarme llevar por las apariencias y darle una oportunidad a ese desconocido que un día tocó a mi puerta. Desde entonces, nos hicimos grandes amigos y nos reunimos con frecuencia. Pero espera un momento, vayamos al inicio de esta historia, justo antes de verlo por vez primera.


   Aquella tarde, mientras Camilo se encontraba estudiando en el balcón de su casa, rodeado de varias pilas de libros, observó que el cielo se llenó de grandes nubes, de un profundo color gris plomo. De repente, lo que prometía ser un fresco atardecer, le dio paso a una ´pertinaz llovizna y a vientos huracanados que transformaron el apacible poblado en un gran parque de juegos. Como en un carrusel, todo daba vueltas, pero también se columpiaba, se ponía patas arriba, corría, subía y bajaba cual montaña rusa, brincaba de un lado a otro ¡y volaba!

   Era sorprendente ver las ramas de los árboles bailando sin música, a los pájaros aleteando de retroceso, vencidos por el viento; los perros giraban como trompos sin estar persiguiendo su cola; las mesas surcaban el aire sin que los platos de comida se cayeran, ni los manteles se arrugaran; la maestra de la escuela –abrazada al pizarrón- parecía un volantín, y la cola eran los niños que la seguían, organizados y obedientes, en fila india.

  Camilo detallaba todo lo que ocurría a su alrededor, hasta que por un instante pensó: -¡Los libros!, ¿dónde están? Sorprendido, observó que andaban a su antojo revoloteando de aquí para allá, algunos sin páginas y otros con varias de sobra. Preocupado, notó que el esfuerzo de tantos años de su padre y de su abuelo bibliotecarios se perdía en medio del caos. Letras, hojas e ilustraciones, rodaban por doquier, ya nada estaba en su sitio: los libros de geografía mezclados con los de música, las imágenes de pinturas famosas se alternaban con los textos de biología, el diccionario empezaba con la letra Z, continuaba con la N y terminaba en la D; la portada del libro de medicina cubría el de poesía, los animales parlanchines de los cuentos infantiles se habían quedado mudos y las casas de terror ya no daban miedo, sino que estaban relucientes de limpias y llenas de flores amarillas.



   Entonces Camilo, quien hasta ahora había logrado aferrarse a las barandas del balcón de su casa, sintió que un fuerte viento penetró en la suela de sus zapatos y lo elevó por encima del edificio más alto del pueblo. Mi amigo apretó su sombrero contra el pecho y cerró los ojos, lleno de miedo, pero recordó que sus padres le decían que siempre debía estar atento a lo que ocurría en su entorno, así que los abrió rápidamente, para verse –con gran sorpresa- en el centro de un enorme tornado, con forma de cono de barquilla multicolor. Algunos de los objetos y personas del pueblo se encontraban girando en esa maraña hecha de viento. La gente actuaba como si nada ocurriera, solo que daba vueltas y vueltas sin parar, como en un gran tiovivo.

  Mi amigo vio a Doña Juana paseando a su perro; al señor panadero amasando el pan; al carnicero, moliendo carne; a la maestra, con la pizarra y los niños; al gato del vecino persiguiendo a un ratón; al farol de la esquina con el foco encendido; a la muchacha de la floristería decorando un ramo de rosas; al médico en la silla del consultorio. Parecía un día normal, pero en medio de un gran tornado.

   Camilo me contó que no sabe cuánto tiempo pasó dando vueltas, pues se quedó dormido y lo despertó la caída en un colchón improvisado de hojas y flores. Al aterrizar se percató de estar en un sitio desconocido, una especie de campo, que al inicio parecía deshabitado.


  Al recuperarse del susto y la sorpresa, junto a sus compañeros de viaje exploró el lugar, en grupo caminaron y caminaron hasta encontrarse frente a un imponente edificio de cuatro pisos que ocupaba una cuadra completa. Sus paredes eran de piedra pulida y parecía un castillo, por los detalles decorativos. Vieron que tenía numerosas ventanas, un jardín lleno de plantas, arbustos florales y pequeños animales como conejos, patos, gallinas, gatos y loros. A los viajeros del tornado les pareció un sitio hermoso y sin temor alguno, Camilo -junto a la maestra- decidió tocar la puerta del lugar.


Toc, toc.. sonaron los dos primeros golpes. 

                              Toc, toc… un par más.

    Yo me encontraba en mi sitio habitual de la casa: la biblioteca. Al escuchar que alguien llamaba afuera, salté como clavadista a la piscina, me acerqué a la puerta y pregunté, ¿quién es?

   La maestra, con una voz muy dulce respondió: - Por favor, ayúdenos, somos de un pueblo vecino, hubo una tormenta, nos atrapó un tornado y ahora estamos aquí, tenemos hambre y frío y hay varios niños con nosotros. No queremos pasar la noche a la intemperie.

 Dudé un poco, pero sin que se dieran cuenta, me asomé por una diminuta ventana ubicada al ras del piso, observé que parecían unas personas muy amables y abrí la puerta.

-    Bienvenidos, pasen adelante, dije, pero nadie respondió. Se quedaron allí parados, con rostro sorprendido.

  Buenas tardes –comenté- están en su casa, pueden entrar. Nada… solo silencio…ninguno hablaba.

   El médico afirmó: -  Vaya, qué raro, se escucha una voz pero no se ve a nadie, ¿estaremos alucinando?

   Doña Juana aseguró: Eso es porque tenemos hambre y ya nos empezamos a imaginar cosas.

   De pronto, de los jardines salieron unos seis niños, corriendo felices, seguidos por un perro que ladraba y saltaba, se acercaron a la puerta de la casona y uno pequeñito, de cabello rizado y despeinado, gritó: - Mire maestra, en la puerta hay un libro con ojos, tiene ojos, tiene ojos y cuando habla se abre y se cierra, jijijiji, qué gracioso… todos los niños se rieron y se acercaron para mirarme mejor.

   Camilo bajó la cabeza y se dio cuenta que era cierto, delante de ellos estaba un pequeño libro, de tapa roja con ribetes dorados y azules, empastado elegantemente. Un libro de hojas gruesas, que empezaban a tornarse amarillentas por el paso del tiempo. Un libro que hablaba. Es decir, yo.




   El grupo de visitantes me observó extrañado, unos se quitaban y ponían sus lentes, los limpiaban, los volvían a limpiar, sin creer lo que estaban presenciando, así que dije nuevamente:

Por favor, pasen adelante, se está haciendo de noche.

  Al entrar, solo murmuraban entre sí, medio aterrados, medio aturdidos. Los guié hasta el salón principal y anuncié:

 - Bienvenidos al Reino de los Libros, llegaron a la biblioteca central, hotel y hospital, en este lugar habitan todos los libros que puedan imaginar, los restauramos, cuidamos y ponemos en circulación en el mundo lector. Yo soy DRAE, el encargado de este sitio, podrán hospedarse aquí por unos días y los ayudaremos  a regresar a su hogar, si así lo desean.

    Superada la impresión inicial, la maestra respondió: Un momento, ¿entonces el Reino de los Libros existe en verdad? Pensé que era un invento de los escritores y de los profesores.

 - Sí, sí –vociferó Camilo- mi abuelo y mi padre siempre hablaban del Reino de los Libros, pero nunca imaginé que era un lugar auténtico.

 Es cierto –contesté- aquí estamos, los lectores nos visitan, nos invitan a sus casas, los acompañamos y convivimos. Pero pocos saben de este sitio, un reducido número de personas conoce la existencia de este reino y cómo pueden  disfrutarlo. Pero no hablemos más, vayan a descansar, Libro de Turismo y Hotelería les guiará, mientras tanto, Recetario preparará algo de comer. Sin chistar, los visitantes siguieron mis instrucciones y se dirigieron a sus habitaciones.

   Así fue como conocí a Camilo, mi gran amigo. Luego de la cena de esa noche, nos sentamos a conversar mientras los niños de la escuela correteaban entre los estantes de libros, maravillados, porque al escoger uno y leerlo, desde sus primeras páginas los personajes de las historias cobraban vida, así que durante la velada, un unicornio se apoderó de los pasillos, el comedor se llenó de duendes que desaparecían las piezas de la vajilla, las hadas del bosque revoloteaban entre los floreros y una venadita derribó los materos en busca de comida.

  Con los días, los niños descubrieron que el Reino de los Libros era un espacio mágico, que se activaba al abrir un texto y leerlo, pero al cerrarlo todo volvía a la normalidad, menos los lectores. Los pequeños se dieron cuenta durante los juegos, que a medida que leían más libros adquirían súper poderes, como tener mejores ideas y comprender fácilmente muchas de las cosas que su maestra les enseñaba. Eso también fue una revelación para el resto de los visitantes, o de los viajeros del tornado, como prefería llamarlos. Pero el súper poder que más les impresionó fue el de volar. Así es, volar sin capa y sin alas. Abrían un libro y volaban, abrían otro y volaban una distancia mayor, volaban con su imaginación y llegaban hasta donde el libro les indicara, pero poco a poco aprendieron a hacerlo más lejos y con más seguridad.

 


   Camilo había heredado de su abuelo y de su padre, el oficio de bibliotecario, y durante la estadía en el reino, ayudó a reorganizar los libros por temas, mejoró nuestra clasificación con letras y números, junto al médico recuperó a los que estaban un poco dañados, en compañía de la maestra orientó a quienes llegaban a consultar libros o a solicitarlos prestados. Doña Juana y la chica de la floristería se encargaron del jardín y de mantener la decoración del edificio, el carnicero y el panadero se adueñaron de la cocina, y guiados por Recetario, preparaban deliciosos platillos.

  Así, transcurrieron noventa días con sus noventa noches. Gracias al siempre bien informado “Diario”, nos enteramos que la tormenta que azotó a varios pueblos vecinos había durado dos días continuos, pero aunque todo se volvió un caos, solo era cuestión de organizarse y limpiar, porque los habitantes  y sus casas se hallaban en buenas condiciones. Ya era hora de que mis huéspedes regresaran a sus hogares y abrazaran a sus familiares. ¿Pero cómo hacerlo?, me preguntaron. No podían esperar otra tormenta y que los atrapara un tornado para volver, eso era imposible y hasta peligroso. ¿Y si llegaban a un pueblo distinto y lejano? Era un riesgo que no podían tomar.

 -  Aquí no hay transporte, los caminos están destruidos, el Reino de los Libros es una especie de país escondido al que pocas personas saben llegar, confesó la chica de la floristería con un poco de tristeza.

 - Fácil, les dije, ¿no se han fijado cómo vienen los otros visitantes?

 -  Nooooooo, contestaron todos al mismo tiempo.

 - A ver, a ver, saltó el panadero. Desde la cocina he notado que simplemente llegan frente a la puerta del edificio y la tocan. Nunca he observado a alguien caminar, bajar de un automóvil, bicicleta, ni nada parecido, y cuando se van, es igual, prácticamente desaparecen.

 - Eso es cierto, es como magia, apoyó el carnicero.

   Uno de los niños, de rostro pecoso, tenía rato escuchando la conversación e interrumpió: - Con permiso señor DRAE, ¿será que ellos tiene el súper poder de volar? ¡Claro! Más alto y con más fuerza, seguro han leído mucho.

    Todos se quedaron en silencio, y yo solté una carcajada de la A a la Z… ¡Pues sí! ¡Acertaste! El secreto es volar, si quieren regresar a sus casas deben activar su súper poder: ¡El Vuelalibro los llevará a dónde ustedes deseen! Solo es cuestión de proponérselo y encender su imaginación gracias a la lectura.

-       ¿Vuelalibro?, ¿Vuelalibro?, ¿Qué es eso?, preguntaron asombrados.

 - Jajajajaaabcdefghijklmnopqrstuvwxyzzzzzjajajaja, volví a reír con mi abecedario completo. Los niños lo comprendieron rápido, advertí. El súper poder de volar se los da la lectura. El Vuelalibro es la habilidad para reconocer y activar ese poder, para viajar a donde ustedes se lo propongan, guiados por los libros.

 - ¡A ver, a ver, niños, vengan para acá, acérquense, corran, corran!, grité. Pronto llegaron los pequeñitos, y se pararon a mi lado, cada uno con un libro diferente en la mano y a su alrededor, un montón de animalitos parlanchines.

-¿Recuerdan cuáles son las palabras mágicas para activar el súper poder de volar? Sí, sí, respondió Isabella, una linda niña de grandes ojos negros y cabello castaño oscuro. Yo sé, yo sé - contestó Gabriel- a quien le gustaba saltar en el jardín con los perritos de colores de su cuento preferido. Las palabras mágicas son: “VUELA VUELA, VUELALIBRO”.

 - ¡VUELA VUELA, VUELALIBRO!, gritaron los seis niños.

- Así es, señores, pronunciando esas palabras mágicas volarán hasta su hogar, aseguré. Si se concentran, lo lograrán.

Debemos hacerlo, hay que volver, nuestras familias nos esperan, expresó Camilo. Por favor DRAE, explícanos cómo regresar.

  Guiados por mis palabras, los viajeros del tornado se reunieron en un círculo agarrados de la mano, uno junto al otro, muy pegaditos, cerraron los ojos y pensaron en todos los libros que leyeron durante su estadía en el reino. La clave era asociar los contenidos con lo que más amaban de su pueblo, de su hogar, de su familia.

   El panadero y el carnicero, quienes leyeron muchos libros de cocina, recordaron las recetas que preparaban sus abuelas en Navidad, sus pasteles de cumpleaños rellenos de arequipe y cubiertos con chocolate, el pollo frito con papas de sus madres, los espaguettis que preparaban sus esposas… Doña Juana y la chica de la floristería, pensaron en los libros de jardinería y en los ramos de rosas que les regalaban sus enamorados, en el helecho que tenían en la terraza, en la primera matica de ají que sembraron. La maestra evocó la cartilla que le regaló su tía, la letra Jota que dibujaba como un bastón al revés y la jirafa amarilla que la acompañaba, los libros para enseñar que devoró de principio a fin y las muñecas con las que jugaba a dar clases. El médico pensó en el libro de anatomía con el que estudiaba en la universidad, en la enciclopedia que consultó cada día mientras era mi huésped, en la alegría de ver recuperado a un paciente, en su hijo creciendo fuerte y sano junto a él; Camilo recordó a su abuelo y a su padre, enseñándole los secretos de la clasificación de libros, cómo repararlos y conservarlos, pensó en el primer diccionario que le regalaron, en las novelas que leyó aquí y que comentaba conmigo porque no entendía algunas palabras.

 


  Los niños se vieron de nuevo descubriendo el fondo del mar en un submarino, dando la vuelta al mundo en globo, visitando a un pequeño asteroide y hablando con sus mascotas, recordaron a sus hermanitos saltando la cuerda y montando en bicicleta, a sus madres llevándolos a la escuela y horneándoles un ponqué.

   

   Concentrados cada uno en sus pensamientos, mis amigos pronunciaron las palabras mágicas: ¡VUELA VUELA, VUELALIBRO! y volaron, tan alto y tan rápido que al abrir los ojos, estaban de regreso en sus casas, donde solo había transcurrido un par de horas desde que los vieron la última vez.

   Ahora, siempre que quieren, vienen a visitar mi reino, gritando claro y fuerte: ¡VUELA VUELA, VUELALIBRO!




FIN




Nota de la autora: Este cuento es producto de un ejercicio que realicé en el "Taller de Promoción y Producción de Literatura Infantil y Juvenil", facilitado por el profesor José Gregorio González Márquez, con el aval del Centro Nacional del Libro, en abril-mayo de este año 2020. La actividad consistió en redactar un texto narrativo inspirado en el cortometraje animado "Los fantásticos libros voladores de Mr. Lessmore".

Para ver el video pulsa el siguiente enlace 



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