NINA, A TRAVÉS DE LA LUZ


                                                                    Ana Cristina Chávez Arrieta
                                                                                                                                                                                        Mayo, 2020.

  
   Esa mañana, luego de un largo período de encierro, como venía ocurriendo en los últimos treinta años, Nina salió de su apartamento ubicado en una zona comercial de gran prestigio. El soleado día prometía; el cielo despejado y un clima bastante  agradable invitaban a los citadinos a disfrutar de su tiempo de libertad.

   Nina lucía una blusa ligera de color blanco, pantalones de mezclilla ceñidos a su curvilíneo cuerpo, calzados deportivos, lentes de sol, un bolso de cuero marrón cruzado al pecho, unas argollas plateadas pendían de sus orejas y el cabello estaba recogido en un moño, aparentando descuido. Evidentemente vestía un atuendo clásico de esos que no pasan de moda y siempre te dejan bien.


   La noche antes, el gobierno había dado la orden de permitir el libre tránsito por quince días, mientras monitoreaba los reportes que cada doce horas le suministraba el organismo nacional de salud pública. Nunca, ni durante los regímenes más autoritarios que se conocían, se había logrado tener tanto control de la población. Las restricciones de movilización eran máximas, y la vida –si así podía llamarse- se vivía a medias.

   En las horas previas, Nina durmió poco, la costumbre de permanecer enclaustrada durante semanas, la había transformado en un animal nocturno, sin embargo, solía despertarse a las nueve de la mañana, retozaba un poco en la cama con sus equipos electrónicos, saludaba a sus familiares repartidos alrededor del mundo y el día transcurría trabajando en línea, durmiendo unos minutos en la tarde y laborando hasta la madrugada. Pero Nina no era la excepción, sino un simple lugar común desde que el teletrabajo se había impuesto tres décadas atrás a nivel global, producto de la pandemia que dio origen a todo. La presencia humana ya no era tan necesaria y muchas decisiones se tomaban desde espacios virtuales, se había reducido el contacto físico y la gente interactuaba a través de pantallas.

   En la mañana, luego de tomar café, ducharse y vestirse, Nina salió. Mientras retocaba su cabello en el espejo del ascensor, recordó la primera vez que el presidente flexibilizó la cuarentena. Tenía solo diez años, y ella, junto a sus hermanos menores y sus padres, había permanecido recluida por dos meses en el sexto piso del edificio al que apenas semanas atrás se habían mudado. Ya no estaban hacinados como en las anteriores residencias, ahora contaban con un espacio más amplio, luminoso, ventilado y con varias habitaciones. Un gran balcón en el que acostumbraban desayunar y jugar, era su conexión perfecta con el exterior y el que los libró en muchas ocasiones, de sufrir una crisis claustrofóbica. Ese balcón, y sus dispositivos electrónicos con red inalámbrica, fueron su salvación.



   Al abrirse la puerta del ascensor, Nina respiró profundamente y ajustó el suministro de oxígeno de su cubreboca marca Carolina Herrera. Contrario a lo que pensó, había pocas personas en la calle, de vez en cuando se topaba con algún transeúnte durante el recorrido al centro comercial. Con curiosidad, observó a un hombre paseando a un grupo de perros, unos seis, de diferentes razas, pero notó que los animales iban en completo silencio, cabizbajos, llevaban paso lento de una manera sincronizada y hasta parecían aburridos o fastidiados. En contraste, más adelante  visualizó a una pareja de ancianos sentados en un banco del parque, riendo, conversando entre sí y con un teléfono en la mano, realizando una videollamada con unos niños que parecían ser sus nietos.

   Al entrar al enorme y lujoso mall, percibió una tensa calma, aunque todos los locales comerciales estaban abiertos, los compradores eran escasos y se notaban con sueño. Sin embargo, en una tienda escuchó una algarabía y se acercó a ver qué pasaba. Frente al mostrador, una niña de aproximadamente once años, reía emocionada y abrazaba a su madre porque le había comprado una pantalla portátil de plasma flexible, en la que no solo podía leer, ver videos, dibujar, conectarse y practicar juegos en línea, entre otras actividades, sino que la podía enrollar, doblar, guardar en los bolsillos del pantalón, e incluso bañarse con ella. Por lo que entendió, el día antes había cumplido años y ese era su regalo.

   Inmediatamente volvió a su memoria la escena de su cumpleaños número once, cuando  sus padres se negaron a comprarle el teléfono de última generación que había pedido, recordó que lloró hasta quedar exhausta y dormirse, pero en ese momento no comprendía que la prioridad era costear los exámenes para descartar el contagio familiar, durante la segunda ola del virus que los mantuvo encerrados por tres meses. Nina miró a la infante y se vio a sí misma a esa edad, pero la chica no estaba llorando, sino que irradiaba alegría. Casualmente, la pequeña llevaba un vestido gris de tela gruesa con rostros de gatos rosados y unos pants que hacían juego, un conjunto similar al que ella tuvo en su oportunidad. –La moda es cíclica- pensó, y siguió su camino.



   En la feria de comida almorzó algo ligero y decidió ver una película, aprovechando que proyectaban un festival de clásicos ganadores del Óscar, “Parásitos”, un film coreano, fue su elección. Cuando ya ocupaba su asiento en la sala, y mientras esperaba que le llevaran los refrigerios, escuchó a su lado las risotadas de un grupo de adolescentes, cuando todo debía permanecer en silencio. Inmediatamente las luces enfocaron al grupo perturbador, a manera de llamado de atención. De entre los chicos destacaba una joven de cabello castaño oscuro, de grandes ojos color café, largas pestañas y cejas gruesas, que hablaba rápido y fuerte. Nina la observó, tendría unos 16 o 17 años, era atractiva y muy desenvuelta, se sintió reflejada en ella durante su etapa juvenil: protegida en la seguridad de su habitación, con pocas salidas o paseos controlados en cuanto a horario, con sus escasos amigos que veía más por videollamadas que en persona. Ella fue una adolescente introvertida, que creció en medio de un encierro “voluntario”, pero esa chica era lo opuesto.

   La película transcurrió sin novedad, y de los pocos espectadores en la sala, el grupo de chicos era el más resaltante, liderados por la linda muchacha. Al salir, y detallarla con la luz directa del pasillo, Nina se sorprendió del parecido físico entre ambas, pero con una marcada diferencia de edad. Los jóvenes ignoraron que los miraba y se dirigieron presurosos hacia el salón de juegos de realidad virtual.

   Nina prefirió dar una vuelta por las instalaciones del mall, extrañada de la baja afluencia de personas, a pesar de ser el primer día de flexibilización luego de cuatro meses seguidos en cuarentena. Parecía que la gente se había acostumbrado al confinamiento, saliendo solo por razones de extrema necesidad, pues todo era llevado a sus casas con una llamada o una solicitud en línea, cancelando con dinero electrónico. La recreación y el trabajo se apoyaban en la virtualidad, el planeta entero seguía girando en función de pantallas y conexiones digitales, y en aquellos lugares donde los servicios no funcionaban adecuadamente, reinaba el caos y el retraso, sobreviviendo apenas los más privilegiados. El Estado vigilaba a la ciudadanía, con controles sanitarios estrictos y normas rígidas de comportamiento preventivo. 

   El monstruo comercial albergaba muchos sitios de estilo vintage y artículos de colección, la librería era uno de ellos, Nina disfrutaba de curucutear entre los libros, revistas y discos compactos, ya en desuso en su adolescencia, pero que los  mayores atesoraban como joyas. De vez en cuando conseguía en el mesón de ofertas, dispositivos USB con música y videos en formato MP3 y MP4, que servían para su Curso de historia de la canción digital. En la biblioteca de su habitación exhibía orgullosa textos impresos, que por raros y únicos, tenían un alto valor en el mercado. Y fue justo allí, frente a una pila de libros de tapa dura y brillante, donde Nina vio a una pareja revisando con curiosidad los distintos títulos. El muchacho era alto, de contextura un poco gruesa, de cabello y ojos negros, piel morena clara, barba y bigotes, era guapo, con un estilo de chico rudo, pero se le notaba a leguas lo tierno que podía ser, bastaba verlo observando con admiración a la joven que lo acompañaba; la chica era bella, de cabello liso, piel canela, ojos rasgados, figura pequeña pero con curvas rotundas, y entre ellos intercambiaban sonrisas y miradas cómplices. Tenían sin duda, el resplandor de los veinte años.



   Nina trató de disimular, pero no pudo evitar darse cuenta que la joven llevaba el mismo bolso que ella, algo fuera de lo común porque se lo hizo un amigo artesano de Mérida, Venezuela, su país de origen, y ellos se encontraban ese día en una librería ubicada a miles de kilómetros de distancia de la llamada “Ciudad de los caballeros”, gozando de un huso horario opuesto. Nina afinó el oído para escuchar si hablaban en español, pero no, lo hacían en un perfecto inglés que se evidenciaba era su lengua materna.

   En cuestión de segundos, Nina rememoró su vida de universitaria en Mérida, tenía 21 años y quería comerse al mundo, allí conoció a Juanjo, artesano y estudiante de la licenciatura en Letras, ella cursaba la carrera de Derecho y la atracción fue mutua casi desde el primer instante. Recordó a Juanjo observándola como quien admira un cuadro y diciéndole lo preciosa que era. Lo vio con su barba tupida, tatuajes y piercings; lo pensó tocando la guitarra, escribiendo la novela con la que aseguraba se haría rico y famoso al publicarla en internet. En su mente lo visualizó elaborando bolsos de cuero para venderlos en su tienda en línea, pero ese que ella y la chica tenían se suponía que era único, “diseño exclusivo” solía repetir Juanjo hasta la saciedad; eso le constaba, pues participó en todo el proceso de elaboración de principio a fin.

   Nina también era artista a su manera, de vez en cuando escribía relatos breves y poesía, pintaba con acuarela y cosía su propia ropa, por eso buscaba mantenerse actualizada con las tendencias al vestir. El arte compartido y el sentimiento que los unía, permitió hacer más llevaderos los períodos de confinamiento mientras vivieron juntos. Se disfrutaban el uno al otro y el espíritu libre de ambos se manifestaba a plenitud durante la flexibilización de las cuarentenas, pero un día Juanjo enfermó en un viaje al centro del país. Una videollamada fue el último contacto que tuvieron antes de que el gobierno cumpliera con el protocolo sanitario establecido.

    Ahora Nina estaba allí, delante de ese par de jóvenes llenos de vida, y no pudo evitar derramar una breve lágrima, al recordar la parte que casi dos décadas atrás había muerto en ella. Afectada, prefirió salir del local, sentarse en un banco de la plazoleta central y respirar un poco del oxígeno de su tapaboca. La tarde estaba terminando, y decidió retornar a casa, pero presenció una escena imposible, o lo que hasta el momento creyó era imposible.
                                                                         

   Mientras se recuperaba de lo sucedido en la librería, vio a tres niños de entre 5 y 12 años, que corrían y saltaban jugando con hologramas 3D de personajes de anime, algunos pudo identificarlos, otros nunca los había visto. Los chicos los tomaban de la mano y les hablaban. Pero eso no era lo sorprendente, pues ya era un fenómeno común en esa época, especialmente en ese lado del mundo, donde desde hacía varios años experimentaban con la tecnología de la luz y el ultrasonido para crear imágenes humanas, de animales y objetos en tercera dimensión, lo más cercanas a la realidad y con las que se tuviera una experiencia de interacción sensoperceptiva profundamente convincente.


   Lo que impactó a Nina fue la mujer que iba unos metros detrás de ellos, alertándoles que tuvieran cuidado de tropezar y caerse. Tenía entre 36 y 40 años. Se notaba un poco cansada, pero cuidadosamente arreglada, lucía una blusa blanca, pantalones de mezclilla ceñidos a su cuerpo, calzados deportivos, un bolso de cuero marrón cruzado al pecho, unas argollas de plata y el cabello castaño oscuro recogido en un moño. Poseía unos grandes ojos color café, largas pestañas y cejas gruesas. Al verla, Nina quedó paralizada, esa mujer que perseguía a los tres niños era ella misma. Era Nina viéndose caminar, oyéndose gritar, mirando la estela que dejaba a su paso, se vio observada por un par de hombres que salían de la tienda de instrumentos musicales y por el personal de limpieza que no pudo permanecer indiferente ante la presencia de la bella mujer. Era Nina madre, una Nina imposible de imaginar por ella y por muchos.

   La siguió con la mirada, y cuando pensó que la perdería de vista al cruzar hacia el anfiteatro del centro comercial, decidió levantarse y apresurar el paso, para toparse con la familia en pleno frente a un local de hamburguesas, ¿o acaso era su propia familia? Allí estaban: los tres niños, la otra Nina y un hombre que no superaba los 45 años, de piel clara, cabello ensortijado y ojos color miel, que sonreía y jugaba con los pequeños. Nina reconoció en él a Augusto, el compañero de trabajo que la recibió al llegar al país como becaria del organismo internacional en el que laboraba. Ese mismo que al cabo de un tiempo le confesó su amor, pero que ella rechazó constantemente por andar con las parejas equivocadas y empecinada en relaciones sin futuro.

   Allí, observándolos, comprendió todo. Recordó las terapias de regresión hipnótica a la que la sometió su psicóloga para superar el trauma del encierro, producto de las continuas cuarentenas que ha vivido la humanidad en los últimos treinta años; rememoró las prácticas de realidad virtual y ultrasonido 3D en los que participó como voluntaria para obtener ingresos extras. Entendió que la niña de once años, la adolescente de 16, la joven de la librería y la Nina madre eran sus hologramas, sus yo virtuales que estaban viviendo la mitad de la vida que el confinamiento no le permitió disfrutar. Todas esas semanas y meses que creyó perdidos en el claustro de su hogar, que al sumarlos, se transformaban en años, transcurrieron armoniosamente en un universo paralelo, en el que al parecer, no existían virus, ni olas consecutivas de pandemias, tampoco cuarentenas o períodos supervisados de reintegro a la “normalidad temporal”.

   Nina lo entendió y sintió un alivio, se dio cuenta que podía vivir virtualmente, ¿o acaso la virtualidad la vivía a ella? No quiso pensar en nada en ese instante, solo en regresar a casa y encerrarse para escribir la novela que hacía años venía postergando. No debía preocuparse, sus otros yo gozaban de la vida que a ella le faltó, y a mí me correspondió suspender la vigilancia por casi un año y dejarla en paz hasta que decidiera salir y sumarse al nuevo período de flexibilización.

FIN


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