¡Goooool!

(A “El Chino Vidal”, desde siempre)

Comienza otro Mundial de Fútbol y aquí estoy yo, contando los días para sentarme frente al televisor y disfrutar de mi dosis de hormonas masculinas, de las cuales –sin pudor alguno- me gusta embriagarme hasta la saciedad puntualmente cada cuatro años.
Esas jornadas futbolísticas, de las que resulta imposible huir por la amplia cobertura mediática, se convierten en un placer de los dioses para las féminas que gozamos del romance y la pasión de pareja.
No, aún no me he vuelto loca. Es que el fútbol, como lo afirma Vidal Chávez López en su poema “Gol decisivo”, es lo más cercano a una relación amorosa, y si no me creen, compruébenlo por sí mismos:

Amiga mía, tu eterna imagen,
la transparencia de tu cuerpo,
es el encuentro
con las claves cifradas de tu juego.

Estoy cansado de ser sólo un hincha,
el outsider de la barra brava
que se conforma con lanzar al corner
la verdad secreta
del balón oculto de tu belleza.

Algún día, ante el delirio de la tribuna,
entraré en la cancha de tu cuerpo vegetal.
No pierdas el tiempo en marcarme,
que desde el saque inicial driblaré
hacia las redes apetecibles de tus piernas
en busca del gol olvidado de tus sueños.

En un desplazamiento rápido y hábil
penetraré incontenible
tu barrera defensiva.
En un argumento táctico,
alternándolo con jugadas de riesgos,
bajaré al centro de tu cancha-vientre
y desde allí, en contra ataque,
anotaré el gol decisivo de mi vida.

Definitivamente, nada más parecido al sexo que el fútbol. Siempre deseamos la mujer –o el hombre- que nos parece inalcanzable (el arco contrario) y esquivando zancadillas, empujones, marcaciones letales y barreras humanas, buscamos avanzar en la cancha para deslizar el balón suavemente, o patearlo hasta el infinito con tal de invadir la portería de nuestros desvelos. Cuando el asunto es fácil y nos encontramos frente a un rival débil, viene la lluvia de goles. Dígame si el portero está descuidado o dejó el arco solo… no perdemos la oportunidad de anotar de “chilena”, “de pecho” o de “taquito”, el gol fulminante que le bajará los humos al muy engreído.
Marcar ese tanto, implica años de entrenamiento, de estudiar las tácticas enemigas, de participar en “juegos amistosos” que no representan ninguna dificultad o compromiso. Todo para estar a la altura de las circunstancias, de saber actuar ante el monstruo que tanto temíamos y que nos quitaba el sueño. De alzar esa copa, de triunfar, salir airosos.
Noventa minutos pueden equivaler a toda una vida de búsqueda, a algunos les otorgan tiempo extra y si aún no es suficiente, habrá un “gol de oro” antes de llegar a los penalties. Después de eso, no hay más oportunidades. Hay que romper las redes a como dé lugar, saber acariciar el balón “con la mano de Dios”, embestir al rival con un buen quiebre de cintura para lograr introducirlo en la puerta contraria con la habilidad de un brasileño pero con la frialdad de un alemán, dejando el alma en un grito extasiado de ¡Goooool! sin límites para la celebración.
A todas estas, nuestro pobre contrincante se desploma ante la potencia de unas piernas de fibra africana, sin embargo -a escondidas- sonríe de placer porque fue vencido en el minuto 89, luego de aplicar sus mejores estrategias de defensa y consciente de que un partido de fútbol que termine 0 a 0 es lo más aburrido que existe en el mundo.

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