La mejor hallaca la hace mi mamá (I)
Pasadas las comilonas decembrinas y preparándonos ya para los carnavales, nos miramos en el espejo y seguro decimos: “No como más, estoy gordísima (o), ya no aguanto estos cauchos y esta barriga”, por lo que nos proponemos que esta vez sí haremos ejercicio y nos alimentaremos con moderación, cual pajarito, pero ¡mentira! no nos engañemos más, porque sabemos muy bien que no lo vamos a cumplir.
¿Es que acaso entre los placeres de la vida no está el de comer? Y si la excusa perfecta para reunirse con la familia y amigos es disfrutar de un buen plato de comida, entonces hagámoslo sin remordimientos.
Sí, sí, ya sé que los médicos recomiendan consumir alimentos bajos en grasas, comer frutas y verduras y ejercitarse con frecuencia -y no digo lo contrario- pero lo importante es que todo aquello que comamos lo disfrutemos a plenitud, y si es acompañados, pues mucho mejor.
Laura Esquivel afirma en el texto “Íntimas suculencias. Tratado filosófico de cocina” (1998) que “uno es lo que come, con quién lo come y cómo lo come”, aseveración que comparto, ya que el pescado del almuerzo y la ensalada no saben igual cuando los consumes solo a cuando los ingieres en buena compañía y con una agradable conversación de sobremesa.
Igualmente, una sencilla arepa rellena con queso puede variar de sabor en función de la calidad amorosa con la que se amase. Y es que el cocinar –además de un arte- es una forma de lenguaje que contribuye a armonizar y nutrir las relaciones y almas humanas.
Gran parte de nuestra vida la pasamos comiendo (los que gozamos de ese privilegio), actividad que nos permite vincularnos con nuestros semejantes. En relación a esto, Brillat-savarin en su texto “Fisiología del gusto” (1975), plantea: “Generalmente encontramos reunidas en torno a una misma mesa a todas las modificaciones que la extremada sociabilidad ha introducido entre nosotros: el amor, la amistad, los negocios, las especulaciones, el poderío, las peticiones, la solicitud de protección, la ambición, la intriga…” por lo que alrededor de los alimentos confluyen diversas emociones e intenciones humanas.
Asimismo, el acto de cocinar implica una mezcla de olores, sabores y sonidos que demuestra las destrezas creativas de quien lo ejecuta y que en consecuencia, se transmiten a quienes tienen el placer de degustar el producto final, ayudándolos a formar su carácter, personalidad y visión del mundo. “Los compuestos biológicos de lo que comemos penetran el ADN de nuestras células y lo impregnan de los sabores más íntimos. Se cuelan hasta el último rincón del inconsciente, allí donde se anidan los recuerdos y se acurrucan para siempre en la memoria”, asegura la mexicana Esquivel.
Tal vez eso explique que donde quiera que vaya asociaré la Navidad con la música de María Teresa Chacín, de Aldemaro Romero, María Marta Serralima y de la Trova Cubana, junto con el olor a malagueta y clavito que baña el lomo negro que prepara mi progenitora.
Si en algún lugar observo un montón de arepas calientes cubiertas con un pañito dentro de una pequeña cesta, indudablemente me remontaré a mi niñez en casa de la abuela Barbarita, y si me siento “apipada” luego de haber comido muchas conservas de maduro, seguro que es porque ando con nostalgia marabina.
Cuando estoy en mi tierra, disfruto de la cocina materna, que amorosamente me complace con unos deliciosos bollitos pelones, una torta de plátano, un pastel de papas o una macarronada. Hasta los panes rellenos, los huevos en sus distintas presentaciones y la avena, saben mejor que los que pueda comer en cualquier restaurante.
De la misma forma, resulta imposible olvidar las cenas dominicales de mi papá, con sus pancitos morochos y hasta tumbarranchos de vez en cuando; sabores que permanecen indelebles en la memoria porque provenían del afecto.
La comida, al igual que la alegría, debe disfrutarse acompañados, para que su gusto perdure a través del tiempo, llevando un mensaje de unión y hermandad desde el lenguaje del amor.
¿Es que acaso entre los placeres de la vida no está el de comer? Y si la excusa perfecta para reunirse con la familia y amigos es disfrutar de un buen plato de comida, entonces hagámoslo sin remordimientos.
Sí, sí, ya sé que los médicos recomiendan consumir alimentos bajos en grasas, comer frutas y verduras y ejercitarse con frecuencia -y no digo lo contrario- pero lo importante es que todo aquello que comamos lo disfrutemos a plenitud, y si es acompañados, pues mucho mejor.
Laura Esquivel afirma en el texto “Íntimas suculencias. Tratado filosófico de cocina” (1998) que “uno es lo que come, con quién lo come y cómo lo come”, aseveración que comparto, ya que el pescado del almuerzo y la ensalada no saben igual cuando los consumes solo a cuando los ingieres en buena compañía y con una agradable conversación de sobremesa.
Igualmente, una sencilla arepa rellena con queso puede variar de sabor en función de la calidad amorosa con la que se amase. Y es que el cocinar –además de un arte- es una forma de lenguaje que contribuye a armonizar y nutrir las relaciones y almas humanas.
Gran parte de nuestra vida la pasamos comiendo (los que gozamos de ese privilegio), actividad que nos permite vincularnos con nuestros semejantes. En relación a esto, Brillat-savarin en su texto “Fisiología del gusto” (1975), plantea: “Generalmente encontramos reunidas en torno a una misma mesa a todas las modificaciones que la extremada sociabilidad ha introducido entre nosotros: el amor, la amistad, los negocios, las especulaciones, el poderío, las peticiones, la solicitud de protección, la ambición, la intriga…” por lo que alrededor de los alimentos confluyen diversas emociones e intenciones humanas.
Asimismo, el acto de cocinar implica una mezcla de olores, sabores y sonidos que demuestra las destrezas creativas de quien lo ejecuta y que en consecuencia, se transmiten a quienes tienen el placer de degustar el producto final, ayudándolos a formar su carácter, personalidad y visión del mundo. “Los compuestos biológicos de lo que comemos penetran el ADN de nuestras células y lo impregnan de los sabores más íntimos. Se cuelan hasta el último rincón del inconsciente, allí donde se anidan los recuerdos y se acurrucan para siempre en la memoria”, asegura la mexicana Esquivel.
Tal vez eso explique que donde quiera que vaya asociaré la Navidad con la música de María Teresa Chacín, de Aldemaro Romero, María Marta Serralima y de la Trova Cubana, junto con el olor a malagueta y clavito que baña el lomo negro que prepara mi progenitora.
Si en algún lugar observo un montón de arepas calientes cubiertas con un pañito dentro de una pequeña cesta, indudablemente me remontaré a mi niñez en casa de la abuela Barbarita, y si me siento “apipada” luego de haber comido muchas conservas de maduro, seguro que es porque ando con nostalgia marabina.
Cuando estoy en mi tierra, disfruto de la cocina materna, que amorosamente me complace con unos deliciosos bollitos pelones, una torta de plátano, un pastel de papas o una macarronada. Hasta los panes rellenos, los huevos en sus distintas presentaciones y la avena, saben mejor que los que pueda comer en cualquier restaurante.
De la misma forma, resulta imposible olvidar las cenas dominicales de mi papá, con sus pancitos morochos y hasta tumbarranchos de vez en cuando; sabores que permanecen indelebles en la memoria porque provenían del afecto.
La comida, al igual que la alegría, debe disfrutarse acompañados, para que su gusto perdure a través del tiempo, llevando un mensaje de unión y hermandad desde el lenguaje del amor.
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