La mejor hallaca la hace mi mamá (y II)
En la primera parte de este artículo expresamos que la comida contiene una inmensa carga afectiva, por lo que el cocinar puede convertirse por sí mismo en una forma de lenguaje. Gran parte de nuestras vidas –los más privilegiados- la pasamos en torno a una mesa, compartiendo alimentos con amigos, familiares, e incluso desconocidos, para celebrar la alegría, cerrar negocios o simplemente enterarnos de los últimos acontecimientos de la cuadra.
Una conversación se torna más fluida con un cafecito humeante, las penas desaparecen en una inmensa torta de chocolate y la calma regresa luego de una sopa calentita. El afecto, la hermandad y hasta el deseo, se manifiestan en un plato de comida, donde quien lo prepara, vuelca no sólo sus habilidades y conocimientos en el arte culinario, sino también siglos de historia y años de cariño levantados bloque a bloque.
Roland Barthes afirma que la comida provoca un deleite interno que nos baña de vitalidad y suprema felicidad. Planteamiento que refuerza Brillat-savarin en su texto “Fisiología del gusto” (1975), al señalar: “En efecto, después de una comida bien entendida, el cuerpo y el alma gozan de un bienestar singular. En cuanto al físico, al mismo tiempo que se refresca el cerebro, se anima el semblante, se aviva el color, brillan los ojos, un dulce calor se extiende por todos los miembros. En cuanto a la moral, se agudiza el ingenio, se calienta la imaginación, nacen y circulan las ocurrencias”.
Sin duda alguna, el poder alimentarnos es todo un goce, mismo placer que nos provoca el decirle a la persona amada pues eso, que la amamos. Barthes indica que “comer, hablar, cantar (¿habría que añadir: besar?) son operaciones que tienen como origen el mismo lugar del cuerpo: si se corta la lengua, ya no hay gusto ni palabra”, estableciendo así un vínculo entre lenguaje, gastronomía y amor.
En este sentido, expertos en sexología recomiendan que aquellas parejas que deseen mejorar sus relaciones, utilicen los alimentos como recursos para despertar el deseo sexual y estimular el erotismo.
Isabel Allende explica en el libro “Afrodita” (1997) que “algunos afrodisíacos funcionan por analogía, como las ostras en forma de vulva o el espárrago de falo; otros por asociación, porque nos recuerdan algo erótico; también por sugestión, porque creemos que al comer el órgano vital de otro animal –y en algunos casos de otro ser humano, como sucede con los antropófagos- adquirimos su fuerza… Los afrodisíacos son el puente entre la gula y la lujuria.”
Con envidiable desparpajo, la escritora chilena confiesa: “el placer carnal más intenso, gozado sin apuro en una cama desordenada y clandestina, combinación perfecta de caricias, risa y juegos de la mente, tiene gusto a baguette, prosciutto, queso francés y vino del Rhin. Con cualquiera de estos tesoros de la cocina surge ante mí un hombre en particular, un antiguo amante que vuelve persistente, como un fantasma querido, a poner cierta luz traviesa en mi edad madura. Ese pan con jamón y queso me devuelve el olor de nuestros abrazos y ese vino alemán, el sabor de su boca”.
Los especialistas aseguran que el mejor afrodisíaco es el cerebro –y yo agrego: la piel, la mirada y el olor- pero qué oportuno es acompañar esos momentos con un delicioso chocolate, capaz de provocar orgasmos sólo con su aroma.
Muchos son los autores que han escrito acerca de la relación entre el placer y el sentido del gusto; corresponde a cada uno redactar su propia historia del goce de los alimentos, no importa si son relatos inocentes de la infancia, imágenes endulzadas con romanticismo o aventuras condimentadas con picardía, complicidad y un toque de canela; lo relevante es plasmarlas en papel, porque quien escribe vive, al igual que quien come recibe amor y quien cocina, ama. Nos seguimos leyendo…
Una conversación se torna más fluida con un cafecito humeante, las penas desaparecen en una inmensa torta de chocolate y la calma regresa luego de una sopa calentita. El afecto, la hermandad y hasta el deseo, se manifiestan en un plato de comida, donde quien lo prepara, vuelca no sólo sus habilidades y conocimientos en el arte culinario, sino también siglos de historia y años de cariño levantados bloque a bloque.
Roland Barthes afirma que la comida provoca un deleite interno que nos baña de vitalidad y suprema felicidad. Planteamiento que refuerza Brillat-savarin en su texto “Fisiología del gusto” (1975), al señalar: “En efecto, después de una comida bien entendida, el cuerpo y el alma gozan de un bienestar singular. En cuanto al físico, al mismo tiempo que se refresca el cerebro, se anima el semblante, se aviva el color, brillan los ojos, un dulce calor se extiende por todos los miembros. En cuanto a la moral, se agudiza el ingenio, se calienta la imaginación, nacen y circulan las ocurrencias”.
Sin duda alguna, el poder alimentarnos es todo un goce, mismo placer que nos provoca el decirle a la persona amada pues eso, que la amamos. Barthes indica que “comer, hablar, cantar (¿habría que añadir: besar?) son operaciones que tienen como origen el mismo lugar del cuerpo: si se corta la lengua, ya no hay gusto ni palabra”, estableciendo así un vínculo entre lenguaje, gastronomía y amor.
En este sentido, expertos en sexología recomiendan que aquellas parejas que deseen mejorar sus relaciones, utilicen los alimentos como recursos para despertar el deseo sexual y estimular el erotismo.
Isabel Allende explica en el libro “Afrodita” (1997) que “algunos afrodisíacos funcionan por analogía, como las ostras en forma de vulva o el espárrago de falo; otros por asociación, porque nos recuerdan algo erótico; también por sugestión, porque creemos que al comer el órgano vital de otro animal –y en algunos casos de otro ser humano, como sucede con los antropófagos- adquirimos su fuerza… Los afrodisíacos son el puente entre la gula y la lujuria.”
Con envidiable desparpajo, la escritora chilena confiesa: “el placer carnal más intenso, gozado sin apuro en una cama desordenada y clandestina, combinación perfecta de caricias, risa y juegos de la mente, tiene gusto a baguette, prosciutto, queso francés y vino del Rhin. Con cualquiera de estos tesoros de la cocina surge ante mí un hombre en particular, un antiguo amante que vuelve persistente, como un fantasma querido, a poner cierta luz traviesa en mi edad madura. Ese pan con jamón y queso me devuelve el olor de nuestros abrazos y ese vino alemán, el sabor de su boca”.
Los especialistas aseguran que el mejor afrodisíaco es el cerebro –y yo agrego: la piel, la mirada y el olor- pero qué oportuno es acompañar esos momentos con un delicioso chocolate, capaz de provocar orgasmos sólo con su aroma.
Muchos son los autores que han escrito acerca de la relación entre el placer y el sentido del gusto; corresponde a cada uno redactar su propia historia del goce de los alimentos, no importa si son relatos inocentes de la infancia, imágenes endulzadas con romanticismo o aventuras condimentadas con picardía, complicidad y un toque de canela; lo relevante es plasmarlas en papel, porque quien escribe vive, al igual que quien come recibe amor y quien cocina, ama. Nos seguimos leyendo…
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