Un señor alto alto que jugaba con barro
A Víctor
Piñero, en su cumpleaños.
05 de noviembre de 2013.
Hace
tiempo me contaron de un señor alto alto que jugaba con barro. Me dijeron que a
veces se traía el sol a cuestas y que era tan alto, tan alto, que agarraba las
estrellas del cielo y las intercambiaba con las estrellitas de mar, por eso
cuando andaba por la playa, el agua se iluminaba a su paso como si se llenara
de cocuyos voladores.
Decían
que ese señor alto alto andaba con un ejército de muchachos y muchachas, y que siempre los acompañaban
unos señores bajitos y otros bigotones, a los que también les gustaba jugar con
barro. Yo una vez lo vi llegar a mi caserío, al que casi nadie visitaba porque
quedaba muy lejos de la ciudad. Por eso los que vivimos aquí nos contentamos y
armamos una fiesta.
Mi
papá me dijo que ese señor venía a enseñarnos a trabajar con el barro como él
lo hacía, y a demostrarnos que la tierra tecnificada paría cosas bonitas y
útiles para la vida. Así dijo él, yo no entendí mucho, pero calladita me puse a
observarlo desde lejos, quien quite que aprendiera algo nuevo. Y así fue.
Ese
señor alto (y en verdad que era alto, mi abuela decía que parecía una vara de
puyar locos, jijijiji) sacó unos aparatos medio raros y empezó a mostrar cómo preparar
una mezcla para hacer bloques de tierra. Según él, con eso mis papás y mis tíos
construirían nuestras nuevas casas y un lugar bien bonito para hacer ciencia.
Lo
de las casas lo entendí bien, pero lo de la ciencia no mucho. Durante varias
semanas el señor alto alto nos venía a visitar con su montón de muchachas y
muchachos y nos explicaba a todos los de la comunidad lo que teníamos que
hacer. Yo lo escuchaba con atención y me imaginaba que seguro sabía tanto
porque su cabeza estaba cerquita del cielo, y allí –dice mi mamá- andan
flotando las mejores ideas.
Ese
señor no nos mintió, porque vimos como poquito a poco se iban levantando las
paredes de las que iban a ser nuestras casas. ¡Es un regalo de la tierra! decía
mi abuelo, ¡es un regalo de la tierra! decía mi abuela, mientras los muchachos
y muchachas tomaban medidas de aquí para allá con unos equipos extraños y él
los mandaba y enseñaba como lo hace mi maestra de la escuela.
También
yo iba de vez en cuando a ver cómo iba la fulana casa de la ciencia, y en
verdad que estaba quedando bien bonita, pero no comprendía para qué iba a
servir. A veces, a mi caserío llegaban algunos visitantes para conocer lo que
estábamos construyendo, y mis papás y mis tíos se ponían contentos y le
explicaban a la gente lo que el señor alto alto les enseñó.
Por
fin, luego de cierto tiempo, las casas estuvieron listas y nos pusimos felices
porque eran fresquitas y no nos íbamos a sofocar tanto de noche como en las
casas viejas. Mi mamá llenó nuestra nueva casa con florecitas que consiguió por
ahí y yo hice un dibujo de toda mi familia para ponerlo en la puerta de la
entrada.
Días
después terminaron de construir la casa de la ciencia y un montón de gente vino
a conocerla, se hizo una gran fiesta y hasta llegaron personas de la
televisión. Mi prima de Coro dice que me vio en un noticiero y que andaba
bonita.
Ese
día todos querían hablar con el señor alto alto y lo felicitaban, pero él decía
que tenían que felicitar a los habitantes del pueblo porque ellos habían hecho
casi todo el trabajo, que eso era producto del intercambio de saberes, de la
transferencia de conocimientos, y de la unión de la ciencia popular con la
ciencia de la academia. Como cosa rara, no entendí lo que quiso decir.
Al
rato mi papá me contó que eso significaba que se unían dos saberes: lo que
sabe, lo que conoce la gente campesina, la gente de pueblo que no estudió, como
mis abuelos que preparan remedios con las matas del campo, con lo que sabe los
que fueron a las universidades, a las escuelas, como los doctores, los médicos,
y que cuando conversan esos dos saberes, esos dos conocimientos, nace un saber
más grande, más bonito y útil que logra cosas tan buenas como esas casas de
barro que ahora tenemos. Que por eso hicieron la casa de la ciencia, para que
la gente fuera allá a trabajar, a hablar y a unir esos dos saberes.
Me
pareció tan lindo lo que dijo mi papá y que aprendió con ese señor alto alto,
que corrí a mi casa a hacerle un regalo (no a mi papá, sino al señor alto). Y
como me gusta dibujar, y mi maestra dice que lo hago muy bien, en una hoja de
cuaderno dibujé una palomita de muuchos colores, le escribí mi nombre y me fui
corriendo hasta donde él estaba hablando con un montón de gente; sin pena, me
paré de puntillas cerquita de él, estiré mi brazo lo más que pude y le dije:
Señor, es para usted.
Él
me miró sorprendido y agarró el papel. Me dijo con su vozarrón que parecía un
trueno, que muchas gracias, pero por qué le daba ese regalo, que no hacía
falta. Yo le respondí que en verdad quería hacerle una palomita de barro y
regalársela como él nos regaló nuestras casas, pero que como no sabía hacerla,
mejor le daba esa y así intercambiábamos saberes, que yo le podía enseñar a
dibujar si él me enseñaba a hacer animalitos con la tierra, porque si de allí
sacaba casas, las figuritas seguro eran facilitas para él. Se echó a reír y yo
también, y sin pensarlo mucho me dijo: Vamos pues, a batir el barro y a intercambiar
conocimientos.
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