Declaración antivallenata ¡Ay hombeee!
*Ana Cristina Chávez
Repica un celular en el salón de clases, y
suena un vallenato; me monto en el microbús, y suena un vallenato; los vecinos
celebran un cumpleaños, y suena un vallenato; en el carrito por puesto, suena
un vallenato; abro la puerta del taxi, y suena un vallenato; se sienta un chica
a mi lado y desde sus modernos audífonos retumba un vallenato; transito el
pasillo de la universidad y los jóvenes conversan al son de un vallenato; la Alcaldía
organiza una feria y contrata cantantes de vallenato; a las siete de la mañana los
amanecidos corean un vallenato; en los locales no hay fría bien servida si no
hay vallenato; enciendo el televisor y la pantalla cuenta la vida de un
intérprete de vallenato. A donde quiera que voy ¡me persigue el vallenato!
Tanto es el hostigamiento que ya dudo que viva en Venezuela.
Los silvestristras me caen mal, le tengo
rabia a Felipe Peláez, no soporto a Jorge Celedón, Nelson Velásquez me cansa, y
ya me harté del Binomio de Oro. La exagerada invasión de la música vallenata en
nuestra cotidianidad con su gritico de ¡ay hombeee!, el llanto continuo porque
su mujer lo engañó y la amenaza constante de que ahora va a ser malo, malo,
malo, ha hecho que aborrezca este ritmo musical, cuando tal vez bien
administrado o a cuentagotas pudiera resultarme agradable. Pero no, no es así, es
tanto el acoso vallenatero que hasta tengo miedo de mirar debajo de la cama, no
vaya a ser que me consiga a un acordeonista de esos.
No sé ustedes, pero yo nunca he visto ni
escuchado, que uno de los tantos carros que circulan por las calles de la
ciudad con sus potentes cornetas (sin ser sancionados por las autoridades
respectivas) tengan a todo volumen una canción venezolana, un tema de Cecilia
Todd, un bambuco zuliano, un polo margariteño, un tambor veleño o “Sombra en
los médanos”, y que conste que no soy una experta en el área.
De la diversidad de géneros musicales que
existen en Colombia y en toda Latinoamérica, es justamente el vallenato el que
ha calado con mayor fuerza en el gusto del venezolano, el cual lo aceptó como
propio, tanto o más como permitió que
nos invadieran los monstruos de Halloween, el trineo de “Santa” y las orejitas
de Mickey. Así, a través del vallenato nos han inducido a pensar que sujetos
como Diomedes Díaz son dignos de admiración por su “valor musical”, obviando su
adicción a las drogas o el haber sido sentenciado por un asesinato. Parece que
nos hemos acostumbrado a calificar como bueno justamente lo peor de la cultura,
lo que no aporta nada positivo a la existencia y que está repleto de antivalores. ¿Hasta cuándo vamos a seguir
promoviendo la banalidad o el mal gusto sólo porque está de moda?
Al respecto, el periodista colombiano Daniel Samper Pizano, en su artículo titulado “El vallenato se está suicidando”, publicado en El Tiempo.com
(02-03-2013), escribió: “La música de acordeón transformó la zona
donde nacieron sus canciones, pero el éxito comercial podría acabar con ella...
El boom del vallenato desató
un río turbio de música comercial vacua y previsible, madre de criaturas
monstruosas como el rancherato, el baladato y el paseo llorón. Abundan las
notas repetitivas fabricadas por contrato –aburridas salchichas musicales– y
las letras, según Leandro Díaz, se despachan con más de dos mil palabras, que
al final no dicen nada. Sí. La música vallenata está contagiada por una
enfermedad mortal, que es la falta de imaginación e inspiración. Hay estupendos
intérpretes, cajeros, guacharaqueros y acordeoneros –pude oír a un insuperable
Cocha Molina–, pero pocos componen paseos que valgan la pena, y ninguno se
atreve con merengues, sones o puyas. Hay que rescatar de su postración esta
música, ya internacional, y para ello es preciso salir en pos de sus raíces,
recuperar las fuentes originales, volver a los clásicos. De lo contrario, la
maravillosa cultura popular que recoge se olvidará cuando acabe la bonanza del
vallenato comercial, como ocurrió con el café y el algodón”.
Tal afirmación demuestra que el vallenato
actual, el que tanto fascina a la gente, dista mucho del ritmo originario, pues
en su afán de comercializarlo y de enriquecer las arcas de sus intérpretes, han
recurrido a la fórmula de la simplicidad y la más plena vulgaridad, trampa en
la que caen los que compran ese producto vacío, reflejo del intelecto de
quienes lo escuchan y de la que yo no pretendo ser víctima, por más que me
persiga e insista con su ¡Ay hombeee!
*
Periodista y docente universitaria.
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