EL PUEBLO QUE DABA SED
(Al estilo garcía
marqueano, guardando la distancia)
* Vidal Chávez López (Punto Fijo,
1949 - Maracaibo, 2008)
I
Muchos años después, frente a
una pipa vacía, Aristarco Deunario Urdaneta había de recordar aquella noche
incierta cuando su padre, bajo la luz trémula de una vela, le mostró una
fotografía roída de una presa para que pudiera, aunque fuera de manera
referencial, conocer el agua.
El pueblo era
entonces una aldea de cien casas, reunidas alrededor de la iglesia, la Plaza
Mayor y el pequeño hospital. El mundo era tan reciente, que el sol calentaba
con una insensibilidad que daba exasperación, por lo que todos en el pueblo
sentían necesidad de bañarse tres veces al día y tomar agua a cada momento.
Pero el problema, era que en aquel pueblo nunca había agua.
Por aquel entonces,
en cada campaña electoral las agrupaciones partidistas, dirigidas por políticos
embaucadores, mujeriegos, pícaros y borrachines, montaban sus tarimas de feria
en la Plaza Mayor y con un gran bullicio de pitos, panderetas, matracas,
triquitraquis y cohetes mata suegras, prometían solucionar de un día para otro
el problema del agua.
En su desesperación
por ganar votos, los personajes públicos recurrían a su desaforada imaginación
politiquera y demagógica. Los políticos más conservadores prometían lluvias
cada 18 horas. Unos ofrecían montar las casas en grandes balsas, para mudar al
pueblo hasta las orillas del río Missisipi. Otros garantizaban la factibilidad
de conectar tuberías a las nubes para tener agua de manera permanente. Por su
parte, los grandes mercaderes de la política ofrecían institucionalizar
constitucionalmente el San del Agua. En cambio, los creyentes en el poder
mágico de la homeopatía sostenían que la solución para calmar la sed estaba en
la aplicación de la orinoterapia. Como siempre, ofrecimientos eran lo que
sobraba, en cambio lo que seguía faltando era el agua.
En medio de esta
barahúnda de promesas electoreras, el viejo Malaquías Molero, mientras se
empinaba su sexta copa de ron blanco en el botiquín de la negra Griselda,
previno a todo el pueblo de aquella demagogia politiquera desmedida:
-No le hagan caso a
ninguno de esos grandes carajos, que en este pueblo el problema del agua no
tiene ninguna solución. Que se los digo yo, que tengo 78 años y he pasado toda
mi vida echándome palos seco de ron, porque ni para llevar con dignidad el
vicio de la bebentina hay agua en este pobre pueblo.
Para esa época
Aristarco Deunario había perdido toda esperanza de conocer el agua, y adquirió
el hábito lastimoso de hablar a solas. Se paseaba impotente por la casa con su
vieja totuma en la mano derecha, mientras su esposa y sus hijos seguían
montando su terca vigilia con la ilusión de ver aparecer, aunque fuera por
error, un chorrito de agua por el tubo oxidado y lleno de telarañas del
lavaplatos.
II
Muchos años después,
los niños habían de recordar por el resto de sus vidas la respetable solemnidad
con que su padre un día se echó a morir en una pipa vacía. Llorando y temblando
de rabia e impotencia, devastado por la prolongada vigilia de 75 años sin ver
aparecer una gota de agua por la tubería sin estrenar de su casa antigua,
Aristarco Deunario le reveló a su familia lo que consideraba su más terrible
descubrimiento:
-Definitivamente, el
agua no está hecha para la gente de este pueblo. Ese supuesto líquido,
considerado esencial para la conservación de la vida sobre la tierra, es sólo
el invento de unos políticos chapuceros, incapaces y farfullos. Por lo tanto,
como último deseo, les pido que me entierren dentro de este depósito metálico,
como homenaje a La Pipa del Agua Desconocida.
Ese mismo día su
esposa Fredefinda Montiel perdió lo poco que le quedaba de paciencia.
-Si quieres volverte
loco, vuélvete tú solo, pero no trates de inculcar a tus hijos tus ideas
extrañas de camello descocado y trasnochado, -gritó Fredefinda Montiel sin
dejar de revisar la lista de los terminales de loterías.
Impasible, Aristarco
Deunario no se dejó amedrentar por los bramidos amenazantes de su esposa.
Demostrando un gran poder de convocatoria, logró reunir a los hidrólogos,
agrimensores, agrónomos, ingenieros, topógrafos, brujos, renacedores, adivinos
y astrólogos del pueblo, y debajo de un viejo matapalo sembrado en el centro
del patio de su casa les demostró, explicándoles en un lenguaje enrevesado y
trazando en la arena gráficos y figuras incomprensibles, que era una
equivocación continuar desgastándose en el empeño inútil de esperar la
advenimiento del agua si nadie llegaba a comprender la teoría matemático-física
de la cuadratura de la pipa vacía, propuesta por Kinlomer en la antigua
Mesopotamia.
Los asistentes a la
reunión salieron convencidos de que Aristarco Deunario sufría de una crónica y
enmarañada aridez cerebral que le había provocado la pérdida irreparable del
juicio, si es que alguna vez en su vida lo había tenido.
Sin embargo, el
arribo inesperado de un forastero logró poner las cosas en su punto justo. El
extraño visitante llegó manejando un original pero desvencijado vehículo, en el
que venía amarrado un camello decrépito y mal oliente. No obstante, la gente
del pueblo sólo se dio cuenta de la llegada del desconocido cuando pidió para
almorzar, como si hubiera acumulado por años las ganas insaciables de comer,
cinco bocachicos rellenos, cuatro servicios de patacones con queso palmita,
seis huevos fritos, tres vasos grandes de horchata y dos manos de guineos
quinientos.
Después de engullir
desenfrenadamente aquel almuerzo de disparate, el forastero, en un español
trabajoso, exaltó en público la inteligencia de Aristarco Deunario, quien, por
pura deducción, había construido una fantástica teoría sobre la epistemología
de la sed, pero que los camellos, sin ninguna jerigonza, habían comprobado más
allá de la callosidad de sus patas y la sequedad de sus endurecidas jorobas.
Como prueba de su
admiración por Aristarco Deunario le hizo un regalo que había de ejercer una
influencia mágica y terminante en el futuro del pueblo: un camión cisterna,
como dijo que se llamaba el insólito vehículo que llegó manejando.
-¿Para que sirve esa
cosa?, preguntó sorprendido Aristarco Deunario.
-Con este camión
cisterna tú puedes salir a vender agua por el pueblo y convertirte en un hombre
sumamente rico e importante, respondió el desconocido.
-Se dan cuenta. Al
otro lado del pueblo, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros
seguimos viviendo como burros, esperando que llegue por las tuberías esa
minucia que llaman agua. Pero, ¿cómo voy a salir a comercializar algo que no
tenemos ni conocemos?, dijo Aristarco Deunario.
-¡Carajo! Acaso, ¿no
se han cuenta que este es un pueblo de agua?, gritó el hombre montado en un
achacoso camello.
III
Un día, buscando una
botella de ron blanco que el viejo Malaquías Molero había escondido debajo del
asiento del camión cisterna, Aristarco Deunario encontró un pergamino escrito
en sánscrito. Fascinado por el hallazgo, salió corriendo a buscar al padre Blas
Pernalete para que lo ayudara a descifrar, lo que de manera ininteligible,
estaba escrito en aquel vetusto documento.
Mientras escuchaba
ensimismado como el representante de Dios sobre la tierra descifraba el viejo
manuscrito, Aristarco Deunario sintió una fuerza extraña que lo iba arrastrando
hacía la última trinchera que le quedaba en la vida: una pipa vacía.
Cuando se disponía a
escapar de la fortaleza de hormigón en que se había convertido la pipa,
comprendió que jamás podría lograrlo, porque en el pergamino estaba escrito que
el pueblo sería definitivamente arrasado por la sed y desterrado de la memoria
de los hombres que tienen el control de las presas, porque las estirpes
condenadas a cien años sin agua no tienen ni siquiera la oportunidad de tomar
un buchito de este líquido en el último instante de su vida.
* Premio
Nacional de Periodismo 2006.
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