ESCRITO EN LA PIEL
Te regalo un libro
en blanco.
Es mi pecho desnudo,
escríbelo,
a tu ritmo.
Ana Cristina Chávez*
Con el transcurrir de los años nuestra piel
se va llenando de huellas, son recuerdos de lo vivido, de las risas, de los
llantos, los enojos, los amores, los dolores y los placeres. Cada arruga, cada
pliegue, ese nuevo lunar, las cicatrices, forman parte de una impronta, son
vestigios, señales de que respiramos, tal como ocurre con las palabras que
pronunciamos, que escuchamos, las que leemos y escribimos, las cuales van
acumulándose en nuestra mente, nuestro cuerpo y sentidos, recordándonos que
existimos a través del lenguaje, del verbo mismo.
A lo largo de la vida las palabras nos van
abrazando, arropándonos en un beso infinito, escribiéndose en nuestra piel,
nuestra alma y consciencia. Una palabra se encadena a otra y como espiral nos
envuelve en un torbellino de vivencias, de evocaciones, de saberes, de
conocimientos, de sensaciones. Somos lo que leemos pero también somos lo que
escribimos. La lectura, como hábito, como alimento, nos lleva a la escritura
como necesidad, como urgencia, como grito desesperado, como desahogo, clamor
por expresarnos.
La escritura es sanadora si se hace desde el
corazón, desde la profundidad de nuestro ser. Escribir nos salva, nos
enriquece, nos humaniza, y tal como afirma Danilo Kis, nos ayuda a sobrevivir,
(Benedetti, 2005). Escribir es un acto creador, un parto, un alumbramiento de
ideas, un instante en donde la sangre no es sinónimo de muerte sino de vida. Ya
lo decía Antonio Pérez Esclarín: “escribir
es una especie de desangramiento y, como todo acto de creación, una mezcla de
placer y de dolor”.
La escritura constituye un acto en
solitario, un espacio para la reflexión, la introspección, que nos permite
mirarnos, escucharnos y entendernos. Es un estar en privado para luego
convertirnos en un ser público, “es una
acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento
comunicable…”, asegura María Zambrano, citada por Benedetti (2005). Y es en
ese aislamiento comunicable donde se encuentra la función del escritor: que el
producto de esos instantes de soledad se dé a conocer al mundo, despojándose
para ello de ropajes, de ataduras y prejuicios, mostrándose ante el colectivo
con su mente y piel al desnudo.
¿Y
qué comunicamos quienes escribimos?, pues nuestras voces internas, lo que somos,
lo que sentimos, lo que soñamos y evocamos, pero también lo que sabemos, lo que
descubrimos, lo que escudriñamos en otras mentes y la realidad que percibimos.
Quienes escriben deben tener un compromiso con la vida, una responsabilidad
moral e intelectual, pero también social y política. Julio Cortázar, en “Testimonios de una
escritura política” (2014) convoca a los escritores a participar en el proceso
geopolítico de sus pueblos, tanto en forma directa “como cumpliendo actividades paralelas de información periodística”.
Asevera Cortázar, “que nuestro quehacer
debe inventar nuevas formas de contacto, abrir otro aspecto de comunicaciones
en todos los niveles…”, y finaliza citando al venezolano Luis Britto
García, quien afirma lo siguiente: “…mientras
la política no asegure la liberación cultural de nuestra América, la cultura
deberá abrir el camino para la liberación política”. De allí la
responsabilidad de los escritores de exponer en sus textos las realidades que
los circundan, pero también de promover cambios significativos en las formas de
pensar, entender el mundo y transformar esas realidades.
Como se evidencia, la escritura no implica
sólo goce estético o satisfacción personal, por aquello de alimentar el ego (“comencé a escribir porque quería ser grande,
rico y hermoso”, asegura en tono humorístico Vásquez Montalbán, referido
por Benedetti), sino que representa también una manifestación cultural
colectiva y la expresión de conocimientos. De allí la importancia que los
docentes universitarios nos enamoremos de la escritura y la convirtamos en un
hábito, en un principio de vida. Estamos en la obligación de plasmar,
sistematizar y comunicar nuestras experiencias en las aulas de clase, los
hallazgos y aportes de nuestra labor investigativa, los logros y avances de
nuestro trabajo con las comunidades, al igual que nuestras ideas, sentimientos,
emociones y aspiraciones como seres humanos.
Los profesores universitarios somos comunicadores en esencia, y no sólo
debemos apoyarnos en la comunicación oral, sino que la palabra escrita debe
convertirse en nuestra principal aliada como vía para la divulgación del
conocimiento, de la ciencia, de los saberes y de los haceres académicos,
colectivos y populares. El acto de escribir propicia el pensamiento crítico, reflexivo,
transformador y liberador, permite reencontrarnos con nosotros mismos y entrar
en contacto con el otro, con los otros, de una manera más próxima,
conectándonos a través de las ideas, del poder persuasivo y seductor de las
palabras, de la metáfora, de las imágenes literarias y de los recursos
expresivos. Escribir es un acto
espiritual que nos permite ser, haciendo. Es dejar huella perenne, tatuar la
piel con palabras, es amar y ser amado, es sentir para que otros sientan a
través de ti. Es vivir y alumbrar vidas, para que sigamos viviendo por los
siglos de los siglos en un abrazo constante.
*Periodista y docente universitaria.
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