¡SACA LA MANO ANTONIO!
Ana Cristina Chávez A.
Hace algunos días estaba haciendo fila en un
local de venta de alimentos, tratando de mantener la distancia social,
observando las variadas maneras en que los corianos utilizan el tapabocas, y por
supuesto, me mantenía atenta a las conversaciones, las cuales en su mayoría, giraban
en torno a los precios de los productos, el valor del dólar y las últimas adquisiciones
realizadas. Delante de mí una pareja hablaba sobre la frecuencia con la que
compraban refrescos –litro y medio diario, porque sin eso no podían comer- lo
que me recordaba que soy la oveja negra de la familia en ese aspecto. Por
cierto, el sujeto en cuestión era un cronista en potencia, con buena memoria
–requisito indispensable para ser el contador oficial de la ciudad y lo que no
recuerda, se lo inventa- pues en ese rato narró la vida de varios lugareños y
relató anécdotas de hace treinta años, como si hubieran ocurrido ayer.
Esa noche tendrían una reunión familiar, porque
era viernes, el cuerpo lo sabía y lo de la cuarentena no iba con ellos. Así que
como andaban juntos, pero no revueltos, cada quien hizo su compra por separado
para llevar su aporte al convite. Primero pasó el señor y fue rápido y decidido
(el refresco lo compraría en otro lugar donde era más barato), luego la doña
paseó su vista por los estantes del pequeño comercio, solicitó un kilo de
queso, harina, margarina, huevos, mayonesa, medio kilo de jamón (sí, jamón) y
curiosa, preguntó por una mortadela. ¿Qué es eso?, ¿a qué sabe?, ¿es como una
salchicha?, consultó al vendedor. Yo estaba justo detrás de ella y pensé: Por
Diooos, ¿no vas a saber qué es la mortadela, en estos tiempos?, me di vuelta y
la señora detrás de mí lucía la misma mirada de suspicacia.
La mujer pagó sus productos con dólares y
llegó mi turno: pedí medio kilo de queso semiduro, por ser el más económico, y
claro, observé por el rabillo del ojo la exhibición en los anaqueles,
consciente que solo podía comprar eso. Así que cancelé en bolívares, rezando
para que pasara la tarjeta sin arrojar saldo insuficiente y procedí a marcharme.
Como no llevaba cartera ni bolsa, coloqué el queso en un mostrador, mientras guardaba
las llaves, la tarjeta de débito y el ticket de compra en los bolsillos del
pantalón. Justo en ese momento, cuando hacía
cálculos mentales de cuánto me restaba en la cuenta del banco, escuché
una voz femenina que preguntaba: ¿El
queso está duro?, y en milésimas de segundos unos dedos de uñas largas
pintadas de rojo se hundieron en el producto lácteo que acababa de adquirir, no
había reaccionado aún cuando con total naturalidad le dijo al hombre que la acompañaba:
Mira, toca, el queso está blandito, y
él con desparpajo procedió a estirar su brazo, dispuesto a comprobar lo que le
decían. Como al parecer pretendían convertir el espacio en una feria de
palpadores de queso, raudamente tomé el producto y reclamé: Ningún tocar, si quieren díganle que les den
para probar, pero no estén manoseando lo de los demás. Aún pienso que el
tapabocas amortiguó el volumen de mi voz, pero así sería la mirada que les
lancé, que la señora dio un paso atrás y como si ella no hubiera cometido falta
alguna, exclamó: ¡¿Quéee?!, ¿acaso él se
lo va a llevar?, molesta y apretando contra mi pecho el medio kilo de queso
como balón de fútbol americano, atiné a decirles ¡qué gente tan grosera! Y me
fui. La mujer se quedó vociferando, porque claro, la maleducada era yo, que no
dejaba que personas desconocidas en época de coronavirus le magullaran el queso
que ya había pagado, solo para verificar su dureza.
Y así me ocurre con frecuencia, siempre soy
la rara, la que no cuenta su vida con lujo de detalles en la fila del banco, a
viva voz y en medio de extraños; la que prefiere estar callada antes que hablar
por hablar, porque algo se tiene que decir; la que trata de mantener la
distancia social en la calle o guarda cuarentena; la rara que escucha música de
surcoreanos en lugar de vallenato; la que le gusta leer y estudiar; la
diferente que no aprendió a fumar, cuando de joven “eso te daba caché”; la que
no se entromete en la vida ajena y trata de evitar el chismorreo; la que
intenta ser respetuosa con los otros; la rara, que escribe en un periódico lo
que le ocurre en el mercado y tiene lectores tan extraños como ella que
terminan el artículo y se sonríen, conscientes que ser venezolanos y sobrevivir
en el intento, es un acto único e irrepetible que amerita tomos y tomos de
escritura, porque no todos andamos metiendo la mano en la comida de los demás.
¡Nos
seguimos leyendo!
@AnaChavez_
Texto publicado originalmente en https://www.lamananadigital.com/saca-la-mano-antonio/ el 16 de julio de 2020.
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